El presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, ha tenido que incumplir un gran número de sus principales promesas electorales, pero las encuestas reflejan que el desgaste que ha sufrido es casi insignificante. Ni las subidas de impuestos como el IRPF o el IVA, ni la reforma laboral, ni los recortes en las prestaciones a pensionistas y desempleados, por citar algunos compromisos de campaña, han arañado el escudo electoral del Partido Popular.
Por medidas más tibias, el PSOE perdió más de cuatro millones de votos y cosechó sus peores resultados electorales desde la restauración de la democracia. ¿Los españoles han madurado, se han vuelto masoquistas, el Gobierno ha sido comunicar las medidas? Al contrario, lo único que ha cambiado es el público ante el que el jefe del ejecutivo ha tiene que responder.
Cuando Zapatero tuvo que aplicar la primera descarga de fusilería sobre el denominado Estado de Bienestar en mayo de 2010, su electorado lo consideró un traidor, mientras que el electorado rival lo tachó de inútil. A partir de ese momento, fue ejerciendo de chivo expiatorio y se le pasó factura por la crisis, olvidando que había gobernado la cúspide del crecimiento sin haber tomado medidas económicas reseñables, a excepción de las ayudas a colectivos concretos con más apariencia que efecto real.
Zapatero y su divorcio electoral
Sus errores fueron tres: no escuchar a sus asesores que advertían del desastre (como David Taguas, director de la Oficina Económica de Presisdencia entre ), negar en público la situación de crisis durante demasiado tiempo y haber centrado la campaña electoral de 2008 en su carisma personal por encima de la marca de partido.
El eslogan socialista de ese años fue ‘Motivos para creer’ y su planteamiento era sencillo: “Aquí no pasa nada, y si pasa, está Zapatero para resolverlo”. Un repaso de los argumentos, carteles y videos de aquel año permiten apreciar como el PSOE centró su campaña en la proximidad, la simpatía y la confianza que generaba su candidato en el centro y centro-izquierda, además de entre las mujeres en general (Iolanda Mármol, ‘Secretos de campaña’, Laertes, 2011)..
Las encuestas también señalaban que estos eran los tres aspectos en los que era más débil su oponente Mariano Rajoy, pero no se tuvieron en cuenta el riesgo de centrarse en la afectividad para fidelizar voto. El PP tenía más apoyo como marca que el PSOE, al contrario que sus candidatos: la estrategia a plantear parecía de cajón.
Sin embargo, dos años más tarde, la constatación de la crisis no se entendió por su electorado como un efecto de la coyuntura económica o una situación a la que se había llevado por la especulación o por algún demiurgo siniestro. El culpable era Zapatero.
Como en un divorcio, a los dos años de las elecciones el amor apasionado se convirtió en un odio visceral que llevó a estos electores hacia otros partidos de izquierda o a la abstención. De hecho, en 2011, Mariano Rajoy perdió casi medio millón de votos frente a los que obtuvo en 2008, pero claro, el PSOE perdió ocho veces más y el PP fue catapultado a la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados y en el Senado.
Esta falta de respaldo social del PP explica la abundante contestación ciudadana a sus políticas, pero la penitencia a la que someten al PSOE hace que no se refleje en un fortalecimiento del principal partido de la oposición. Además, la abundante oferta opositora (IU, ERC, BNG, Compromís… o incluso UPyD) centrifuga y debilita este movimiento de reacción, si es que el elector no se inclina mayoritariamente por la abstención al no verse representado por lo que hay.
Rajoy sus votantes ‘pata negra’
Con estos mimbres, Mariano Rajoy llegó al poder con un electorado más reducido de los que cosechó José María Aznar en 1996 (si tenemos en cuenta el aumento del censo) y en 2000, pero mucho más fidelizado. Además, dispone de dos ases en la manga: la herencia de Zapatero para culparla de lo malo y la concepción del liderazgo de sus votantes, que premiarán la contundencia del líder y despertarán su instinto numantino ante las críticas.
En el liderazgo incide tanto el perfil del líder como el de sus seguidores. Separando el grano de la paja en la teoría bastante maniquea de George Lakoff (Moral Politics: How Liberals and Conservatives Think, University of Chicago Press, 1996), el votante conservador ‘sigue’ a su líder como a un padre, mientras que el progresista entiende que ‘acompaña’ a su representante.
Esta situación hace que el votante conservador sea más condescendiente en el incumplimiento de promesas y siempre considerará que ha sido necesario cambiar de rumbo en beneficio de un bien superior. Esto se traduce en una mayor fidelidad y un fortalecimiento del líder “que no ha podido hacer otra cosa”.
Aunque dude, rechará votar al PSOE y, cuando llegue la hora de la verdad, es facil que la campaña de su partido le repesque y le anime a reptir su apoyo. En este relato, el único que puede romper la continuidad es UPyD, pero es pronto para saber si conservará su capacidad de seducción a tres años vista.
Por el contra, el votante progresista entiende que existe un contrato con su líder. Ellos le dan su apoyo a cambio de que el elegido cumpla. El cuestionamiento de la fidelidad y del liderazgo son inherentes a estas formaciones, como demuestra la introducción de las primarias como sistema de elección, aunque se disponga de un secretario general o un portavoz elegido en congreso del partido.
Cuestionar al líder enfrenta al votante conservador ante el fantasma de la orfandad, mientras que el progresista considera que ya encontrará a otro compañero que lo haga. Esta situación también explica que en España haya sólo un partido conservador a escala estatal y una pléyade de formaciones que pelean por el voto de la izquierda y del centro-izquierda.
Esto no ha sido así toda la vida. En contra de lo que plantea Lakoff, la mentalidad conservadora o progresista no está relacionada necesariamente con la ubicación ideológica, al menos en España. Un ejemplo de liderazgo de corte conservador y profunda crisis posterior a su caída en el partido es la de Felipe González. Aunque el PSOE se define ideológicamente como progresista, la actitud de González frente al electorado fue la de un padre estricto en el gobierno y durante la gestión política de las crisis económicas de los 80 y los 90