El fallecimiento del siete veces primer ministro y en ocho ocasiones ministro de Exteriores de Italia, Giulio Andreotti, significa el final de uno de los nombres trascendentales de la historia de su país y de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Su rotunda falta de telegenia, además de su supuesta ambigüedad moral, han hecho correr rios de tinta durante años.
Su voz frágil y mecánica, la actitud distante y su físico cargado de espaldas no le ha privado de una presencia demasiado dilatada ante los medios de comunicación, llegando a situaciones sorprendentes como la ocurrida hace unos años en la que Andreotti tuvo una fuga de conciencia durante un programa de televisión en directo.
Por otra parte, las acusaciones que pesan sobre su gestión van desde un uso maquiavélico de la política antiterrorista contra las Brigadas Rojas, que le permitió ascender en su partido (Democracia Cristiana) por el asesinato de algunos de sus compañeros y rivales por el poder, como el presidente de su partido Aldo Moro; hasta unos estrechos vínculos con la mafia, que nunca llegaron a sustanciarse en una condena judicial por haber prescrito.
A la tumba se lleva secretos de Estado como pocos otros estadistas y deja frases contundentes como aquella de que «el poder sólo desgasta a quien no lo tiene».
En 2008, Paolo Sorrentino dirigió una biografía no autorizada, con el título de Il divo, de la que no he podido evitar extraer esta reflexión sobre el ejercicio del poder que resume la idea que muchos italianos tienen del hombre más trascendental de la política de su país desde Mussolini.